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marcaba el reloj. La premura la invadió mientras juntaba unas pocas
pertenencias y guardaba el dinero dentro del policromático bolso. -
Ya es muy tarde – pensó mientras salía del caluroso cuarto,
evitando que el hombre que se bañaba en la pequeña ducha del fondo
la escuchara salir. Cada vez le costaba más seguir dejando un poco
de su alma en cada cama, en cada cliente. Dejó el lugar sin mayor
vestigio de pasado, cruzó la calle y caminó un par de cuadras hacia
la parada del bus. Maldijo de nuevo al ver la hora. Había perdido
diez minutos discutiendo con el hombre por un par de miles de pesos.
Veía en retrospectiva que tal vez habría sido más rentable perder
ese dinero por evitar el afán. Sonrió un poco al caer en cuenta que
sólo a sus cuarenta años recién entendía aquel esquivo lema de
que el tiempo es oro.
Sumida
en la prisa abordó el bus. No era este el que más la acercara a
donde estaba su hija, pero prefería caminar un poco más en lugar de
esperar en esa calle humeante. Volteó los ojos cuando pasó frente
al joven que se aislaba en su música a través de sus audífonos. Le
molestaba profundamente que otros lograran ser islas en medio de un
océano, cuando ella no podía dejar de sufrir el mundo. Se reprochó
en silencio desearle el mal a aquel joven. Miró hacia el fondo del
bus buscando un lugar, pero prefirió evitar a toda costa la muchacha
que miraba hacia la calle como si descubriera el mundo por primera
vez. Se sentó en el medio, lo odiaba. Hizo un esfuerzo casi grotesco
por evitar que el delicado vestido se ensuciara. Lo había comprado
(irresponsablemente) sólo para que ella la viera engalanada y tal
vez así hiciera más fácil evitar las preguntas sobre el tiempo que
llevaba sin verla.
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